La última cena

La última cena

El gran hotel budapest

  
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Antes de leer: Puede contener spoilers.

He de reconocer que hasta hace apenas unos días no conocía a Wes Anderson, aunque sí el título de alguna de sus películas. Es el caso de Moonrise Kingdom, que permanecía en mi larga lista de "películas por ver". Hoy, unos días después, ya he visto ambas y no he quedado para nada decepcionado. Sorprendido en el caso de una y satisfecho con la otra. Pero vayamos al grano y analicemos cada una en su entrada. Gran Hotel Budapest.
Como acostumbro, voy a empezar por la parte técnica. Me gusta la diferencia de colores del hotel, muy visible y destacada. Me refiero al contraste del rosado en los años 30 y naranja en los 60. La fotografía es muy directa, pero a la vez cambiante y muy titiritera, grabando a los personajes como si fueran marionetas. Esto se nota especialmente en la escena de la persecución en la nieve. Supone un aspecto muy cuidado.
Aparece también un rasgo que ya formaba parte de Moonrise Kingdom, los movimientos de cámara. Esos numerosos travellings y panorámicas que a veces llegan a unir escenarios en 360 grados, o que muestran partes de la escena que permanecían fuera de cámara. La banda sonora me ha gustado, y la música es en ocasiones la protagonista, por encima de todo lo demás.
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Llegamos a uno de los puntos críticos; los actores. Por lo general cumplen con su función, hacen un buen papel y no recuerdo a ninguno que se me hiciera poco creíble. Pero algunos de los actores elegidos no me gustan, no me convencen en el papel que interpretan. Es el caso de Edward Norton, que, reconociendo que es un gran actor, no me convence en el papel de oficial Nazi (ZZ, que viene siendo lo mismo).
Bill Murray apenas aparece, y esperaba más, dado que es uno de mis actores favoritos. Otro actor que para su papel sí me gusta, pero el personaje me sobra es el de Willem Dafoe (el matón con estilo de terminator).
En cuanto a guión, si he de ser sincero no me convence. Es una entretenida historia de aventuras, pero no me hace pensar mucho más que eso. Quiero decir, con Moonrise Kingdom la historia de amor entre el Scout y la hija de Bill Murray era más que creíble, te hacía sumergirte en ella. La historia del Grand Budapest no te sumerge, eres un espectador más, como Jude Law (También conocido como Doctor Watson).
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Hay momentos en los que la historia parece que intenta contar un cuento usando una narrativa de aventuras sin demasiado éxito. Contrasta el tono lúgubre de las escena o partes de la historia que piden solemnidad, por así decirlo, con el tono desenfadado de los personajes. Hasta el oficial de las SS es caricaturizado como un malo de película infantil.
La historia de amor entre el joven mozo del hotel y la panadera presenta una gran falta de sentimientos. Es fría, y ya no secundaria, si no terciaria, interrumpe la continuidad de la historia y el personaje femenino no enamora. No se crea un vínculo entre los personajes y el espectador. ¿Alguien me explica por qué la chica tiene México en una mejilla?
Algo que no viene muy a cuento pero que sin embargo ayuda a crear el clima de idealismo que se presencia en la época de los años 30 son los continuos versos de M. Gustave, que va contagiando al resto de personajes.
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Sin embargo, todo esto son nimiedades al lado de la película como concepto general. Entretiene, no es nada mala, es graciosa, no invita a pensar demasiado y sus personajes son carismáticos (aunque no en exceso). Quizás mi error haya sido verla justo después de Moonrise Kingdom.
El Gran Hotel Budapest gustará a los seguidores de Wes Anderson y a cualquier persona que no quiera pensar demasiado y disfrutar con una buena película de aventuras con una estética muy cuidada y estimulante a la vista.
7/10

Juego de Cabeceras




La primera toma de contacto de un espectador con un determinado programa de televisión son sus créditos iniciales, su cabecera.

Tener una intro adecuada, atrayente y poderosa es sencillamente básico para tener éxito. Sí, es cierto que luego unos créditos que no tengan un producto a la altura tras ellos no sirven de nada, y no suele suceder al revés: por más deleznables que sean los créditos iniciales de una obra maestra de la televisión, ésta acabará siendo reconocida como tal.

Pero recrearnos en ello no está mal.

La cabecera de esta entrada está ilustrada con una de las secuencias de introducción más poderosas de la historia de la televisión reciente. Cautivando a miles de millones, Juego de Tronos ha sido un pelotazo incontestable que desde el primer minuto de metraje consigue atrapar con esa forma tan sugerente de mostrarnos Poniente a través de su secuencia inicial.

El motivo de la entrada, algo más ligera y de divertimento que las anteriores, es mostrar el impacto que puede tener en una cultura de LE (en términos de Lawrence Lessig, Lectura/Escritura, referido a una comunidad que genera contenidos a través de contenidos anteriores preexistentes). Los siguientes vídeos son algunas de las versiones que se han hecho de la famosa cabecera:






Remix


Uno de los primeros recuerdos que tengo, prácticamente desde que mi memoria alcanza, es estar en casa de mi tío jugando a la consola. Tenía el mando en las manos y esperaba sentado al borde del sofá a que él colocase el cartucho tras mi respuesta a su socorrida y habitual pregunta "¿a qué quieres jugar hoy?". Después, abría una caja que hoy en día debe estar polvorienta y sacaba un cartucho que distaba mucho de los que venían en las tiendas. La lista de opciones aparecía en blanco sobre verde en el display de la pantalla, y yo descendía por ellas, escogía un juego, y disfrutaba como el enano que era.


Esa posibilidad de probar casi cualquier cosa que quisiera (con la obvia censura de la figura de adulto responsable que ejercía mi tío) ha sido parte de la cultivación de una afición moderada por los videojuegos hoy en día y de mi transformación en un consumidor responsable y fiel… siempre que el trato por parte de la compañía sea el correcto.

A día de hoy, poseo una biblioteca de juegos de una envergadura considerable. Más de la mitad de ellos digitales, adquiridos cuando la oferta que se me realizaba era adecuada al producto que se ofertaba, pagando religiosamente (y gustosamente) hasta el último céntimo de su valor. Y aunque siempre cae un tiento a algún juego de manera poco lícita, estoy lejos de ser considerado lo que la industria llama “un pirata”: mis contribuciones al sostenimiento económico del medio (una generosidad que ha aumentado cada vez que me encontraba en presencia de la escena indie por sus pocos recursos) es mucho mayor que la media de jugadores de videojuegos regulares.

¿Por qué soy yo, pues, el fiel, el lector de noticias, el jugador que sigue las novedades con ávida atención, el que más sufre también de estos abusos? ¿Por qué la recompensa y las leyes que existen ahora y que se están tratando de promover van encaminadas a limitarme en mi consumo en vez de incentivarlo? Cada una de las copias que yo he adquirido, especialmente las digitales, no es “una copia menos que ellos han vendido”, y ni siquiera es “una copia menos en sus existencias”. Quizás, de hecho, sea todo lo contrario: la posibilidad de que, al degustar el producto, quiera adquirirlo a su precio de mercado tras descubrir lo merecedor que es de mi atención.

Ésta es la tesis en la que se mueve la última obra que he tenido ocasión de leer (devorar) sobre el turbio mundo de los derechos de autor y copyright en la actual era digital. Remix, se llama, y su subtítulo no podría sonar más somnífero y estrambótico: “Cultura de la remezcla y derechos de autor en el entorno digital”. Una traducción completamente arbitraria que no se parece a la original (“Making art and commerce thrive in the hybrid economy”), pero que, al igual que aquel, resume perfectamente el contenido que nos vamos a encontrar en la obra.

Lawrence Lessig, abogado de profesión, trata en Remix de una manera muy ligera y fácil de seguir para el lector neófito en estos asuntos todo el asunto de los derechos de autor y la propiedad intelectual. La obra es un repaso histórico al concepto de cultura, haciendo especial hincapié en cómo se ha tratado esta cultura desde su incipiente “apertura al mundo” en el siglo XX, en la que el acceso comenzó a masificarse, hasta nuestros días, en los que con la llegada de Internet la situación es de todo menos clara. Además de eso, da una magistral lección de economía y modelos de negocio en la sociedad de la información.

El autor ha estado durante la última década denunciando los extremismos de las empresas de copyright y los abusos de las grandes firmas de presuntos artistas que prácticamente, como dice en algún momento del texto, tratan de impedir que se pueda “cantar en la calle”.

Además de todo esto, Lessig es el principal impulsor de la Creative Commons, así como de varios departamentos dentro de la Universidad de Stanford, en la que da clases. En últimos años ha decidido centrarse en denunciar las corrupciones políticas, un tema que está bastante relacionado con el derecho informático que había estado tratando hasta la fecha.

Si os interesa mínimamente el tema de la cultura libre y la publicación (con todo lo que eso conlleva), debéis leer Remix. Es una primera aproximación al tema inmejorable.

Spyro, el dragón de PSX

Mandos grises, una tapa que botaba (literalmente) hacia arriba con tan sólo pulsar un botón, el select, el pause y la flamante PSX (También PlayStation o, más tarde, PSOne) junto al televisor. Y, en esa pantalla, el primer dragón que de verdad conquistó nuestros corazones en las consolas de sobremesa. Spyro había llegado. 


Rondaba el año 1998 cuando Insomniac nos deleitaba con "el único juego individual con el que otras personas podían divertirse viéndote jugar", como se escribió en su momento. Spyro es un pequeño dragón que ve cómo su mundo cambia por completo de la noche a la mañana. Un mundo formado por castillos medievales es atacado por Gnasty, el enemigo de los dragones, que petrifica a todos los compañeros de Spyro en jaulas después de que éstos le insultasen. Así mismo, sus joyas quedarán dispersas por todo el juego y no nos quedará más remedio que encontrarlas y hacernos con ellas. 


Sin embargo, mientras el resto de dragones están insultando a Gnasty, Spyro está pastando sus ovejas y ve cómo escapa al hechizo gracias a su pequeño tamaño. Momento en el que jura que será él el que libere a su pueblo. Es aquí donde comienza una acción desenfrenada en la que pasamos por varios mundos de plataformas antológicas, donde tendremos que aprender a saltar, volar y utilizar nuestra arma más poderosa: el fuego. 


Así, uno a uno, liberaremos a todos nuestros 80 compañeros y nos enfrentaremos con Gnasty para comprobar quién es el más fuerte, recuperando el tesoro del reino de los dragones. Una vez derrotado al malvado, la historia principal terminaba pero, al igual que en el Crash Team Racing, recuperar la totalidad de las 2000 gemas repartidas por todos los mundos merecía la pena. Y es que, al completar lo que los desarrolladores llamaban el 120% del juego, Spyro conseguía el Botín de Gnasty y se podía ver la última imagen, ahora sí, del juego: una entrevista de los creadores al mítico dragón. 


La serie continuó con Spyro: Ripto's Age y Spyro: Year of the Dragon antes de que Insomniac vendiese su producto a otras desarrolladoras. Pesa a que las dos siguientes entregas estuvieron al mismo nivel de jugabilidad y entretenimiento que la primera, las ediciones cuarta y quinta perdieron gran parte de su esencia, así como los siguientes seis lanzamientos que se han hecho bajo las trilogías de La Leyenda de Spyro y Skylanders.

Existen rumores que Insomniac podría estar trabajando en una nueva entrega y mientras esperamos sólo nos queda el consuelo de pensar que sus creadores vendieron su producto para dar vida a los no menos divertidos Ratchet & Clank. 

De momento, no hemos encontrado otro juego de una sola persona tan divertido como para disfrutarlo en grupo. 

Dragonlance, la fantasía definitiva

No has leído nada hasta que devoras las Leyendas de la Dragonlance. 


Las Leyendas de la Dragonlance están formadas por varias trilogías que tienen como historia principal la historia del mago Raistlin. Este hechicero quiere hacerse con el poder necesario para convertirse en Dios, algo que nadie se había planteado desde que 350 años se sucediera el Cataclismo. Este hecho tuvo lugar cuando los dioses castigaron con un meteorito gigante a la ciudad de Istar y su monasterio, debido a la arrogancia del Príncipe de los Sacerdotes que regían la ciudad. 

Como consecuencia, la gente reniega de los antiguos dioses, quienes consideran que éstos les han abandonado y, generaciones más tarde, acaban por convertirse en poco más que una leyenda. En este contexto, un grupo de amigos se encuentra con dos misteriosos desconocidos que cambiarán sus vidas. Estos dos desconocidos resultan ser Raistlin y su hermano Caramon, quien le cuida debido al mal estado de salud del mago. Ambos portan el báculo, que utilizarán en la guerra que se está gestando y que Raistlin quiere conservar en secreto para convertirse en Dios. Así, Raistlin, Caramon, Tass, el kender, y la sacerdotisa Crysania emprenderán un viaje con unos compañeros que irán yendo y viniendo conforme demos fin a las distintas trilogías. 



¿Qué tiene la Dragonlance que no tengan otras series de fantasías? Varias son las cosas que yo destacaría de por qué estos son una de las mejores sagas del género. No te fíes de nadie. En la Dragonlance ni los buenos son buenos ni los malos son malos. El mejor ejemplo es Raistlin, del que nunca sabemos como puede reaccionar. En principio, el grupo en el que caen el mago y su hermano Caramon es una compañía de guerreros que buscan el Bien. Sin embargo, Raistlin deja siempre lugar a la duda de qué puede suceder con él. Siempre escondiendo sus verdaderas intenciones, maneja las situaciones a su antojo. Traiciona a sus amigos, que no se separan de él debido al inmenso poder que tiene, y los salva cuando menos esperanza hay para ellos y, así, mantenerlos a su lado.


Pero Raistlin también tiene un punto débil. Su delicada salud viene dada directamente de sus poderes, en contraste con su hermano Caramon, todo un ejemplo de lo que debe ser un guerrero, fuerte, alto, aguerrido... Por ello, siempre estamos en la cuerda floja entre una posible muerte por agotamiento de Raistlin, al que utilizar sus poderes le debilitan en exceso. Además, siempre existe el dilema moral de Caramon, entre ayudar a sus amigos o a su hermano, aunque sepa que las intenciones de éste no son buenas, pero al que no puede abandonar porque la misma sangre corre por sus venas. 



Además, las historias y los personajes secundarios son tantos que les han permitido escribir a Margaret Weis y Tracy Hickman, los autores, hasta 7 libros principales separados en las trilogías de las Crónicas de la Dragonlance y Leyendas de la Dragonlance y un libro suelto llamado La segunda generación, y otros 106 libros secundarios (a los que hay que sumar otros tres que quedan por editar) en el que se narran todas las historias de los personajes principales y secundarios, así como explicaciones de lo que puede sucede en los libros principales. Un ejemplo son los cuatro tomos que describe cómo Raistlin alcanzó tanto poder y se hizo con la Túnica Roja.


Podéis estar tranquilos que no os vais a aburrir. Podéis elegir por donde comenzar y no tendréis problema, cualquier saga que iniciéis os enganchará y no os hará soltar el libro a no ser que sea para cerrarlo y coger el siguiente. Cualquier trilogía es buena, yo os recomiendo comenzar por los libros principales, pero cualquiera por el que decidáis comenzar en esto está bien.

Historia del videojuego

"Papu papu sentar mal el desayuno", "Chúpate esa", "Te pasé"... pocos somos los que podríamos leer estas frases sin poner el acento adecuado y sin tararear la machacona y, al tiempo, alegre melodía de uno de los juegos que ha marcado la historia de PlayStation: Crash Team Racing


Crash Bandicoot es un zorro creado por Naughty Dog que elevó el género de las plataformas a cotas que sólo Sonic había conseguido. Tras tres juegos llenos de mapas de carreras infernales, trampas, trucos y armas, llegaba su versión karting, un juego en el que la creación de la productora independiente se reunía junto a sus grandes amigos para salvar el mundo del malvado Nitros Oxide. 



De esta manera, comenzando por desde la simple playa, nos adentramos en un mundo en el que ganar cinco carreras para hacernos con la llave que nos de paso al siguiente mundo. De estas cinco carreras, cuatro eran contra nuestros amigos y, al tiempo, rivales, cada uno con sus puntos fuertes, pero también débiles. Pura y Polar eran las más rápidas, pero también las más frágiles, mientras Dingdile o Tyni Tiger eran mucho más lentos pero más resistentes. N Cortex era, sin duda alguna, el rival más completo y peligroso de Crash. 


Además, cada uno de ellos contaba con un circuito propio en el que destacaba. Aunque, si algún circuito era difícil, ese era el del jefe final de cada uno de los mundos. Para la memoria quedan Roo, a quien su locura no dejaba hablar y había que subtitularle, Papu Papu, al que su gordura sólo le dejaba moverse con facilidad en Pirámide Papu, un circuito con peligrosas plantas carnívoras, Komodo Joe y su ruta calurosa, sin duda uno de los trazados más difíciles del juego, y, por su puesto, Nitrous Oxide, el malo final al que hay que vencer para terminar la historia. 

Además, cada uno de ellos contaba con sus particulares armas que se iban complicando conforme avanzábamos mundos. Roo, tan sólo disponía de TNT con el que hacernos daño, sin embargo, Papu Papu ya lanzaba bombas a diestro y siniestro y Komodo Joe sabía, incluso, mandarlas hacia atrás. Pero si había alguien difícil ese era Nitrous Oxide. Su nave era un arma entera. Aprovechaba la última luz del semáforo para salir antes que tú y no cejaba en su empeño de hacer daño sembrando la pista de nitroglicerinas, Nitros o TNT, al tiempo que te mandaba misiles. 


Pero para enfrentarnos a todo esto teníamos el más potente amigo de nuestro lado. Rescatado de la saga de plataformas, el Uka Uka nos protegía de los ataques de los enemigos y nos enseñaba pequeños trucos con los que ganar tiempo, velocidad y ser más efectivo con nuestras armas. Así, siempre quedará en nuestro imaginario las 10 manzanas que mejoraban las armas, el súperderrape, los atajos y el súpersalto. 

Un dato curioso, esta especie de chamán tenía dos caras según a quien sirviera. En España, el que ayudaba a Crash se llamó Uka Uka, mientras que el que seguía las indicaciones de los personajes negativos era Aku Aku. Esto no es más que una traducción libre, ya que en las versiones anglosajonas el nombre era exactamente al contrario, Aku Aku para los buenos y Uka Uka para los malos. 


Pero si algo bueno tenía el juego es que una vez derrotado a Nitorus Oxide éste no se acababa. El modo contrarreloj y las gemas escondían personajes nuevos a desbloquear, y el modo pelea era el más divertido para disfrutar en compañía. Dos mapas en forma de laberinto donde hasta cuatro amigos a pantalla partida trataban de destruirse unos a otros. 

No busques en este juegos gráficos o una historia con un guión elaborado, tan sólo disfruta de hora inacabables de juego, todo un punto extra para un título que cumple ahora 15 años. Si tienes la PlayStation 3 o PlayStation 4 no dudes en bajártelo porque éste es uno de los videojuegos que no puede faltar en tu casa. 
Gracias Naughty Dog, pero, sobre todo, gracias Crash Bandicoot. 


La parábola de la Libertad

 
Hola, soy Stanley, y soy un hombre gris.

Poco me imaginaba yo la mañana de hoy que mi vida iba a dar un giro tan brusco.

Llego a la oficina y me siento delante de la pantalla. Su brillo verde, viejo conocido, me recibe. Dejo la chaqueta que llevo a la espalda en el respaldo de la silla y me preparo para otras ocho horas de tecleo.

Clac. Clac. Clac. Clac. Clac.

Es entonces cuando ocurre algo. Una voz en mi cabeza que no tardo en atribuir al mal sueño me sobresalta por completo cuando me habla por primera vez en mi vida. No tardaría en descubrir que es El Narrador.

“Y entonces, Stanley se levantó”.

Me levanto, por supuesto. Sigo sus indicaciones y salgo de mi despacho, sólo para ver cómo el resto de mis compañeros de trabajo no están ahí.

“Vaya, qué extraño. Stanley decidió que era buena idea ir a ver al jefe y preguntarle si él sabía algo de lo que estaba pasando”.

Decidí que era buena idea ir a ver al jefe y preguntarle si él sabía algo de lo que estaba pasando. Mis pasos no tardaron en llevarme hasta una intersección. Dos puertas que se abrían y presentaban un camino aparentemente idéntico tras ellas.

“Stanley caminó por la puerta de la izquierda”.

Caminé por la puerta de la izquierda, por supuesto. Ese era el camino que llevaba a la oficina del jefe.

Seguí recorriendo pasillos hasta toparme con unas escaleras que subían y bajaban.

“Stanley subió al piso de arriba, donde sabía que se encontraba la oficina de su jefe”.

Efectivamente, escalón tras escalón, subí hasta el piso de arriba. Creo que es la primera vez de toda mi carrera que me planté frente a la oficina de mi jefe. Nunca había sentido la necesidad de explorar el edificio más allá de mi monitor y mi teclado.

No, espera… eso no fue lo que pasó.

“Stanley caminó por la puerta de la izquierda”.   

Pero… ¿qué podría saber una voz en mi cabeza sobre mi vida? ¿Por qué estaba haciendo caso a lo que me dictaba el Narrador? Decidí tomar la puerta de la derecha y explorar el camino que se presentaba ante mí.

No, espera… eso no fue lo que pasó.

Sí que decidí seguir el camino de la izquierda, recuerdo. Avancé cuanto me permitieron mis pasos hasta que la voz del Narrador volvió a sorprenderme.

“Stanley subió al piso de arriba, donde sabía que se encontraba la oficina de su jefe”.

Pero decidí bajar. Nunca había estado abajo, y presumí que si no había ningún otro empleado en la oficina, entonces mi jefe tampoco. Era una ocasión perfecta para dar a mi vida algo de color.

No, espera… eso no fue lo que pasó… 


"No, espera, eso no fue lo que pasó".

Sin que en el juego se diga eso de manera explícita en ningún momento, es una de las frases que más se cruza por la mente de alguien cuando está jugando a The Stanley Parable. “No, espera, ¿qué fue lo que pasó?”.

O al menos, eso si se hace un ejercicio de suspensión de la incredulidad. Si conseguimos, de manera cómplice con lo que supone el objetivo último de este tipo de campo, sentir esa inmersión que diferencia a un videojuego del resto de productos audiovisuales. Si no somos capaces de ser Stanley y aceptar que tenemos una vida gris y que está en nuestra mano cambiarla, entonces, al menos, jugaremos y pensaremos “No, espera, ¿qué pasaría si…?”.

The Stanley Parable es una gran metáfora (una parábola, como reza su título) sobre lo necesario de romper con la monotonía y de pintar nuestras vidas con color. O eso sería, al menos, si nos quedáramos con la interpretación superficial que hace el Narrador, esa voz omnipresente que nos acompaña durante toda esa experiencia vital que atravesamos (que atraviesa Stanley) durante la partida.

Claro que el juego esconde en su interior muchísimo más. Tras terminar una partida obedeciendo al primer instinto que nos venga a la cabeza, seguir todas las órdenes que se nos dan mentalmente para descubrir la historia que unos desarrolladores han tejido cuidadosamente para nosotros, nos devuelve al punto de partida: esa aburridísima oficina en la que Stanley ha desperdiciado los últimos años de su vida. Y entonces, nos invitan (mentira, casi se podría decir que nos obligan) a darle una segunda vuelta para descubrir… ¿qué, exactamente?

Y entonces avanzamos, llegamos a la primera encrucijada, y la voz del Narrador nos vuelve a instar a ir por el camino de la izquierda. Y nosotros, con la experiencia que nos da el saber que poseemos otro gran valor sobre el que reflexiona The Stanley Parable, la libertad de elección, decidimos voluntariamente ignorar a esa deidad despótica que se empeña en contarnos sólo lo que quiere y explorar el camino de la derecha.

Descubrimos así todo lo que los muchachos de Galactic Cafe, desarrolladores del título, ha encerrado en poco más de 1GB de espacio. Las distintas ramificaciones que va adoptando el juego a medida que desarrollamos cada uno de nuestros “viajes”, a medida que vivimos eso una y otra vez para descubrir qué es lo que nos pasó en realidad. Cada uno de los finales que se desteje (que destejemos, podríamos pensar, pero es totalmente erróneo) con nuestras elecciones (nuevamente error) es completamente diferente al anterior, y hacen falta varias horas para exprimir por completo toda su inmensidad.

Decir que la historia la destejíamos nosotros es erróneo, decíamos, por un motivo que queda muy patente en este juego en concreto y que otros muchos se empeñan en enmascarar, vendiéndonos una falsa sensación de libertad de la que, en realidad, carecemos. Porque por mucho que nos digan que “la historia se crea con nuestras decisiones”, lo que ocurre es que un grupo de guionistas (que, generalmente, se creerán más inteligentes que los jugadores a los que les están contando esa historia) se han juntado para planear y darnos una limitada (por muy grande que sea eso) ristra de elecciones que pueda hacernos pensar que la historia que estamos jugando, con la que estamos interactuando y creando, es “nuestra”.

 Mentira.

 Porque Galactic Cafe ya sabía que nosotros íbamos a vernos tentados en esa segunda vuelta a desafiar la voz que guía nuestros pasos. En ese, y en todas las ocasiones que tengamos, ya han previsto que nosotros íbamos a querer demostrar que somos más rebeldes, que no nos dejamos guiar, que vamos a descubrir qué es lo que ellos no esperaban que descubriéramos. Y eso es, en realidad, otra capa más de lo que querían mostrarnos.

Llegar a este punto de la reflexión es lo que cubre de gloria The Stanley Parable. Que alguien, por dejarse llevar, sea capaz de llegar hasta este punto de creerse que está desafiando a unos desarrolladores que, de hecho, nos han inducido ellos mismos a ese desafío sólo puede mostrar dos cosas: que, o bien yo soy imbécil y especialmente crédulo, o bien este juego es muy inteligente, sus creadores más, y han jugado conmigo como les ha dado la gana. Dos cosas que no están especialmente reñidas entre ellas.

El videojuego es, por definición, interactivo. En realidad, cualquier tipo de control que tengamos sobre un determinado personaje es esa interactividad de la que se jacta y que lo convierte en algo diferente, ya sea desde el ámbito más puramente clásico (reventar cabezas) hasta experiencias cinematográficas con guiones tremendamente complejos que puedan alterarse en función de escoger que nuestro personaje diga una línea de diálogo determinada u otra.

En realidad, podemos retrotraernos históricamente tanto como queramos para encontrar la génesis de esta búsqueda de interactividad, de esta necesidad de ofrecer al jugador la sensación de que es él, y no otro, el que está creando un mundo, dándole la forma que sea que deba adoptar a través de sus acciones.

Quizás, el punto que personalmente marcaría como inicio de este afán por la interactividad es el nacimiento de los llamados juegos de rol. Con medios mucho más limitados y ciertamente nada audiovisuales (papel, lápiz, un juego de dados y diferentes manuales de reglas), un grupo de personas se reúnen en torno a una mesa para, precisamente, crear una historia. La mayoría de los jugadores allí sentados interpretan a un personaje definido por una serie de valores en una hoja de papel (la ficha del personaje) en un universo que puede o no ser el propio, intercediendo en la historia que presenta el más importante de los jugadores: el director de juego o narrador (que puede recibir diferentes nombres en función del juego), que es el que plantea la historia y la adapta a las decisiones que toman los jugadores.

 Maravillaos.

Este mundo, al igual que el de los videojuegos, comenzó como entretenimiento rápido, en el que pensar era lo menos importante y quedaba relegado a un segundo plano, bastante por detrás de la satisfacción que podía dar encarar a un héroe con los atributos más elevados y que acababa con huestes enemigas por millares sin siquiera despeinarse. En eso consistieron las primeras partidas al archiconocido (y tristemente célebre) Dungeons & Dragons.

No tardaron, sin embargo, en salir a la palestra una miríada de juegos que lo que presentaban era una visión más abierta, más centrada en la narrativa que en las reglas, en lo importante que era la historia, y que incluso presentaban sistemas de juego más rápidos y dinámicos para resolver las situaciones más deprisa y permitir que la trama continuase fluyendo. Ejemplos de eso pueden ser La Llamada de Cthulhu o Vampiro: La Mascarada.

Tomando esa base tan simple, tan parecida a algo como un cuento en la hoguera normativizado, surge la voluntad de los videojuegos de permitirnos escoger. Curiosamente, el género que más se acerca (o más se ha acercado tradicionalmente) a esta libertad de elección es el llamado género del rol, que poco tiene que ver con los juegos anteriormente mencionados salvo por manejar a un personaje con una serie de atributos que progresan en función de la experiencia adquirida.

Ese género no tardó en evolucionar. Su característica principal, esa progresión del personaje, se soterró rápidamente bajo eso que comentábamos anteriormente que estaba muy presente en The Stanley Parable: la capacidad de escoger. En realidad, era una capacidad muy limitada que inicio, sencillamente, la posibilidad de decir si queríamos ver A o B final en una cinemática después de toda la experiencia de juego.

Poco a poco, la mecánica de decisiones se ha ido implementando en el diseño de muchísimos juegos, hasta el punto de que es casi uno de los principales atractivos. Parece que, cuanto mayor peso podamos tener en la historia, más personal se vuelve. Sin embargo, en todos estos casos ocurre lo que ya se ha comentado anteriormente y lo que The Stanley Parable reseña: que, en realidad, podemos escoger entre A, B y C… pero ninguna de nuestras decisiones puede tener consecuencias que ese equipo de guionistas no hubiera previsto y preparado previamente.

Esto, sin embargo, ha repercutido en la creación de dos grandes vertientes del videojuego centrado en la narrativa actual: las aventuras gráficas (que poco tienen que ver con sus homónimas antiguas, las que se basaban en hacer clic con el ratón en diferentes puntos de la pantalla para interaccionar con ellas) y los videojuegos narrativos propiamente dichos, casi todos de ese género del mal llamado rol que se promueve.


 Por un lado, en la parcela de las aventuras gráficas tenemos experimentos tan interesantes como los que puede hacer TellTale Games, una empresa afincada en California que se dedica a recoger franquicias que ya son parte del imaginario colectivo (Regreso al Futuro, The Walking Dead) y hacer con ellos exitosos videojuegos episódicos (como si fueran series de televisión) en los que la capacidad de influencia en la historia puede parecer bárbara.

En realidad, no son más que titiriteros con una habilidad asombrosa para que no se vean los hilos que hay detrás de cada experiencia de juego… hasta que se intenta repetirla una segunda vez.

En este mismo ámbito también es especialmente importante el ejemplo que hace el equipo de Quantic Dream, precursores de lo que se ha tenido a bien llamar películas interactivas: videojuegos en los que la parte jugable se reduce a un mínimo necesario para recibir tal calificación y que consisten en sentarnos y dejarnos llevar por una historia sobre la que podemos afectar. Los casos más recientes son Beyond: Two Souls o Heavy Rain, ambos productos de gran controversia.

En la otra esquina del cuadrilátero pugnan por el título aquellos productos con un esquema jugable mucho más completo, que basan sus virtudes en unos diálogos entre personajes que siempre decidimos nosotros. Dependiendo de tras los mandos de qué estemos jugando, esa capacidad de influencia será mayor.

Las grandes apuestas de este tipo de videojuegos son Deus Ex: Human Revolution (la escena inicial del secuestro y cómo, sencillamente dialogando, se puede lograr que liberen a un rehén sin grandes costes) y la saga futurista Mass Effect, dos grandes productos y más que entretenidos… y que, sin embargo, siempre acaban llegando a un mismo punto final, casi idéntico. Parece que lo único que importa es cambiar el camino, y no el final del mismo.

Precisamente de eso, de sus limitaciones y de sus virtudes, es perfectamente consciente The Stanley Parable, que tratando de hacer una simbiosis de ambos estilos de juego (aunque asemejándose mucho más a los primeros) nos hace un regalo incalculable: inducir a la reflexión y recordarnos la concepción de los videojuegos como videojuegos, productos cerrados y finitos, en los que no hay que esforzarse en buscar las costuras sino disfrutar de la experiencia que pretenden ofrecer al ponerte tras un mando, un teclado o lo que sea.

Y es que, en el fondo, la libertad verdadera es imposible de conseguir en un medio audiovisual. Salvo que retrocedamos hasta los juegos de rol, nos sentemos en una mesa y contemos la historia de nuestros avatares junto a nuestros amigos, esa sensación de que la historia es nuestra no es más que una quimera engañosa.