Hola, soy Stanley, y soy un hombre gris.
Poco me imaginaba yo la mañana de hoy que mi vida iba a dar un giro tan brusco.
Llego a la oficina y me siento delante de la pantalla. Su brillo verde, viejo conocido, me recibe. Dejo la chaqueta que llevo a la espalda en el respaldo de la silla y me preparo para otras ocho horas de tecleo.
Clac. Clac. Clac. Clac. Clac.
Es entonces cuando ocurre algo. Una voz en mi cabeza que no tardo en atribuir al mal sueño me sobresalta por completo cuando me habla por primera vez en mi vida. No tardaría en descubrir que es El Narrador.
“Y entonces, Stanley se levantó”.
Me levanto, por supuesto. Sigo sus indicaciones y salgo de mi despacho, sólo para ver cómo el resto de mis compañeros de trabajo no están ahí.
“Vaya, qué extraño. Stanley decidió que era buena idea ir a ver al jefe y preguntarle si él sabía algo de lo que estaba pasando”.
Decidí que era buena idea ir a ver al jefe y preguntarle si él sabía algo de lo que estaba pasando. Mis pasos no tardaron en llevarme hasta una intersección. Dos puertas que se abrían y presentaban un camino aparentemente idéntico tras ellas.
“Stanley caminó por la puerta de la izquierda”.
Caminé por la puerta de la izquierda, por supuesto. Ese era el camino que llevaba a la oficina del jefe.
Seguí recorriendo pasillos hasta toparme con unas escaleras que subían y bajaban.
“Stanley subió al piso de arriba, donde sabía que se encontraba la oficina de su jefe”.
Efectivamente, escalón tras escalón, subí hasta el piso de arriba. Creo que es la primera vez de toda mi carrera que me planté frente a la oficina de mi jefe. Nunca había sentido la necesidad de explorar el edificio más allá de mi monitor y mi teclado.
No, espera… eso no fue lo que pasó.
“Stanley caminó por la puerta de la izquierda”.
Pero… ¿qué podría saber una voz en mi cabeza sobre mi vida? ¿Por qué estaba haciendo caso a lo que me dictaba el Narrador? Decidí tomar la puerta de la derecha y explorar el camino que se presentaba ante mí.
No, espera… eso no fue lo que pasó.
Sí que decidí seguir el camino de la izquierda, recuerdo. Avancé cuanto me permitieron mis pasos hasta que la voz del Narrador volvió a sorprenderme.
“Stanley subió al piso de arriba, donde sabía que se encontraba la oficina de su jefe”.
Pero decidí bajar. Nunca había estado abajo, y presumí que si no había ningún otro empleado en la oficina, entonces mi jefe tampoco. Era una ocasión perfecta para dar a mi vida algo de color.
No, espera… eso no fue lo que pasó…
"No, espera, eso no fue lo que pasó".
Sin que en el juego se diga eso de manera explícita en ningún momento, es una de las frases que más se cruza por la mente de alguien cuando está jugando a The Stanley Parable. “No, espera, ¿qué fue lo que pasó?”.
O al menos, eso si se hace un ejercicio de suspensión de la incredulidad. Si conseguimos, de manera cómplice con lo que supone el objetivo último de este tipo de campo, sentir esa inmersión que diferencia a un videojuego del resto de productos audiovisuales. Si no somos capaces de ser Stanley y aceptar que tenemos una vida gris y que está en nuestra mano cambiarla, entonces, al menos, jugaremos y pensaremos “No, espera, ¿qué pasaría si…?”.
The Stanley Parable es una gran metáfora (una parábola, como reza su título) sobre lo necesario de romper con la monotonía y de pintar nuestras vidas con color. O eso sería, al menos, si nos quedáramos con la interpretación superficial que hace el Narrador, esa voz omnipresente que nos acompaña durante toda esa experiencia vital que atravesamos (que atraviesa Stanley) durante la partida.
Claro que el juego esconde en su interior muchísimo más. Tras terminar una partida obedeciendo al primer instinto que nos venga a la cabeza, seguir todas las órdenes que se nos dan mentalmente para descubrir la historia que unos desarrolladores han tejido cuidadosamente para nosotros, nos devuelve al punto de partida: esa aburridísima oficina en la que Stanley ha desperdiciado los últimos años de su vida. Y entonces, nos invitan (mentira, casi se podría decir que nos obligan) a darle una segunda vuelta para descubrir… ¿qué, exactamente?
Y entonces avanzamos, llegamos a la primera encrucijada, y la voz del Narrador nos vuelve a instar a ir por el camino de la izquierda. Y nosotros, con la experiencia que nos da el saber que poseemos otro gran valor sobre el que reflexiona The Stanley Parable, la libertad de elección, decidimos voluntariamente ignorar a esa deidad despótica que se empeña en contarnos sólo lo que quiere y explorar el camino de la derecha.
Descubrimos así todo lo que los muchachos de Galactic Cafe, desarrolladores del título, ha encerrado en poco más de 1GB de espacio. Las distintas ramificaciones que va adoptando el juego a medida que desarrollamos cada uno de nuestros “viajes”, a medida que vivimos eso una y otra vez para descubrir qué es lo que nos pasó en realidad. Cada uno de los finales que se desteje (que destejemos, podríamos pensar, pero es totalmente erróneo) con nuestras elecciones (nuevamente error) es completamente diferente al anterior, y hacen falta varias horas para exprimir por completo toda su inmensidad.
Decir que la historia la destejíamos nosotros es erróneo, decíamos, por un motivo que queda muy patente en este juego en concreto y que otros muchos se empeñan en enmascarar, vendiéndonos una falsa sensación de libertad de la que, en realidad, carecemos. Porque por mucho que nos digan que “la historia se crea con nuestras decisiones”, lo que ocurre es que un grupo de guionistas (que, generalmente, se creerán más inteligentes que los jugadores a los que les están contando esa historia) se han juntado para planear y darnos una limitada (por muy grande que sea eso) ristra de elecciones que pueda hacernos pensar que la historia que estamos jugando, con la que estamos interactuando y creando, es “nuestra”.
Mentira.
Porque Galactic Cafe ya sabía que nosotros íbamos a vernos tentados en esa segunda vuelta a desafiar la voz que guía nuestros pasos. En ese, y en todas las ocasiones que tengamos, ya han previsto que nosotros íbamos a querer demostrar que somos más rebeldes, que no nos dejamos guiar, que vamos a descubrir qué es lo que ellos no esperaban que descubriéramos. Y eso es, en realidad, otra capa más de lo que querían mostrarnos.
Llegar a este punto de la reflexión es lo que cubre de gloria The Stanley Parable. Que alguien, por dejarse llevar, sea capaz de llegar hasta este punto de creerse que está desafiando a unos desarrolladores que, de hecho, nos han inducido ellos mismos a ese desafío sólo puede mostrar dos cosas: que, o bien yo soy imbécil y especialmente crédulo, o bien este juego es muy inteligente, sus creadores más, y han jugado conmigo como les ha dado la gana. Dos cosas que no están especialmente reñidas entre ellas.
El videojuego es, por definición, interactivo. En realidad, cualquier tipo de control que tengamos sobre un determinado personaje es esa interactividad de la que se jacta y que lo convierte en algo diferente, ya sea desde el ámbito más puramente clásico (reventar cabezas) hasta experiencias cinematográficas con guiones tremendamente complejos que puedan alterarse en función de escoger que nuestro personaje diga una línea de diálogo determinada u otra.
En realidad, podemos retrotraernos históricamente tanto como queramos para encontrar la génesis de esta búsqueda de interactividad, de esta necesidad de ofrecer al jugador la sensación de que es él, y no otro, el que está creando un mundo, dándole la forma que sea que deba adoptar a través de sus acciones.
Quizás, el punto que personalmente marcaría como inicio de este afán por la interactividad es el nacimiento de los llamados juegos de rol. Con medios mucho más limitados y ciertamente nada audiovisuales (papel, lápiz, un juego de dados y diferentes manuales de reglas), un grupo de personas se reúnen en torno a una mesa para, precisamente, crear una historia. La mayoría de los jugadores allí sentados interpretan a un personaje definido por una serie de valores en una hoja de papel (la ficha del personaje) en un universo que puede o no ser el propio, intercediendo en la historia que presenta el más importante de los jugadores: el director de juego o narrador (que puede recibir diferentes nombres en función del juego), que es el que plantea la historia y la adapta a las decisiones que toman los jugadores.
Maravillaos.
Este mundo, al igual que el de los videojuegos, comenzó como entretenimiento rápido, en el que pensar era lo menos importante y quedaba relegado a un segundo plano, bastante por detrás de la satisfacción que podía dar encarar a un héroe con los atributos más elevados y que acababa con huestes enemigas por millares sin siquiera despeinarse. En eso consistieron las primeras partidas al archiconocido (y tristemente célebre) Dungeons & Dragons.
No tardaron, sin embargo, en salir a la palestra una miríada de juegos que lo que presentaban era una visión más abierta, más centrada en la narrativa que en las reglas, en lo importante que era la historia, y que incluso presentaban sistemas de juego más rápidos y dinámicos para resolver las situaciones más deprisa y permitir que la trama continuase fluyendo. Ejemplos de eso pueden ser La Llamada de Cthulhu o Vampiro: La Mascarada.
Tomando esa base tan simple, tan parecida a algo como un cuento en la hoguera normativizado, surge la voluntad de los videojuegos de permitirnos escoger. Curiosamente, el género que más se acerca (o más se ha acercado tradicionalmente) a esta libertad de elección es el llamado género del rol, que poco tiene que ver con los juegos anteriormente mencionados salvo por manejar a un personaje con una serie de atributos que progresan en función de la experiencia adquirida.
Ese género no tardó en evolucionar. Su característica principal, esa progresión del personaje, se soterró rápidamente bajo eso que comentábamos anteriormente que estaba muy presente en The Stanley Parable: la capacidad de escoger. En realidad, era una capacidad muy limitada que inicio, sencillamente, la posibilidad de decir si queríamos ver A o B final en una cinemática después de toda la experiencia de juego.
Poco a poco, la mecánica de decisiones se ha ido implementando en el diseño de muchísimos juegos, hasta el punto de que es casi uno de los principales atractivos. Parece que, cuanto mayor peso podamos tener en la historia, más personal se vuelve. Sin embargo, en todos estos casos ocurre lo que ya se ha comentado anteriormente y lo que The Stanley Parable reseña: que, en realidad, podemos escoger entre A, B y C… pero ninguna de nuestras decisiones puede tener consecuencias que ese equipo de guionistas no hubiera previsto y preparado previamente.
Esto, sin embargo, ha repercutido en la creación de dos grandes vertientes del videojuego centrado en la narrativa actual: las aventuras gráficas (que poco tienen que ver con sus homónimas antiguas, las que se basaban en hacer clic con el ratón en diferentes puntos de la pantalla para interaccionar con ellas) y los videojuegos narrativos propiamente dichos, casi todos de ese género del mal llamado rol que se promueve.
Por un lado, en la parcela de las aventuras gráficas tenemos experimentos tan interesantes como los que puede hacer TellTale Games, una empresa afincada en California que se dedica a recoger franquicias que ya son parte del imaginario colectivo (Regreso al Futuro, The Walking Dead) y hacer con ellos exitosos videojuegos episódicos (como si fueran series de televisión) en los que la capacidad de influencia en la historia puede parecer bárbara.
En realidad, no son más que titiriteros con una habilidad asombrosa para que no se vean los hilos que hay detrás de cada experiencia de juego… hasta que se intenta repetirla una segunda vez.
En este mismo ámbito también es especialmente importante el ejemplo que hace el equipo de Quantic Dream, precursores de lo que se ha tenido a bien llamar películas interactivas: videojuegos en los que la parte jugable se reduce a un mínimo necesario para recibir tal calificación y que consisten en sentarnos y dejarnos llevar por una historia sobre la que podemos afectar. Los casos más recientes son Beyond: Two Souls o Heavy Rain, ambos productos de gran controversia.
En la otra esquina del cuadrilátero pugnan por el título aquellos productos con un esquema jugable mucho más completo, que basan sus virtudes en unos diálogos entre personajes que siempre decidimos nosotros. Dependiendo de tras los mandos de qué estemos jugando, esa capacidad de influencia será mayor.
Las grandes apuestas de este tipo de videojuegos son Deus Ex: Human Revolution (la escena inicial del secuestro y cómo, sencillamente dialogando, se puede lograr que liberen a un rehén sin grandes costes) y la saga futurista Mass Effect, dos grandes productos y más que entretenidos… y que, sin embargo, siempre acaban llegando a un mismo punto final, casi idéntico. Parece que lo único que importa es cambiar el camino, y no el final del mismo.
Precisamente de eso, de sus limitaciones y de sus virtudes, es perfectamente consciente The Stanley Parable, que tratando de hacer una simbiosis de ambos estilos de juego (aunque asemejándose mucho más a los primeros) nos hace un regalo incalculable: inducir a la reflexión y recordarnos la concepción de los videojuegos como videojuegos, productos cerrados y finitos, en los que no hay que esforzarse en buscar las costuras sino disfrutar de la experiencia que pretenden ofrecer al ponerte tras un mando, un teclado o lo que sea.
Y es que, en el fondo, la libertad verdadera es imposible de conseguir en un medio audiovisual. Salvo que retrocedamos hasta los juegos de rol, nos sentemos en una mesa y contemos la historia de nuestros avatares junto a nuestros amigos, esa sensación de que la historia es nuestra no es más que una quimera engañosa.